viernes, 11 de mayo de 2012

El Secreto de los Maestros

Desde que el hombre existe y desde que debe luchar para sobrevivir, el trabajo es el centro de todas sus preocupaciones. La inmensa tecnología contemporánea, con sus numerosas repercusiones cotidianas sobre nuestros más simples gestos, si bien aligera considerablemente nuestras tareas, tiende a hacernos olvidar fácilmente que en todos los tiempos, en buen o mal año, los
medios de acrecentar sus fuerzas han sido siempre buscados por el hombre, y de alguna manera, lo ha conseguido.

En un medio fundamentalmente hostil, asegurar la regularidad de su subsistencia no difiere muy sensiblemente del sentido que puede aportar a su persona física. Y cuando pensamos en términos de supervivencia, la eficacia queda siempre como la palabra maestra.

Desde siempre los hombres se han dedicado a poner a punto las técnicas dedicadas a fortificarlos. De un punto a otro del globo, a pesar de las diferencias especificas de cada país, todos ellos se han dedicado a los estudios empíricos sobre las condiciones de la eficacia. Pero en Japón, así como en todo el extremo oriente, esta búsqueda ha sido llevada directamente al desarrollo de ciertas facultades mentales.

El Yoga es tan conocido en Occidente que sería inútil hablar de él, pero lo que generalmente ignoramos es que en Japón, el Budō no ha sido sino una de esas técnicas para desarrollar las facultades mentales y, esta ignorancia tiende generalmente del hecho de no hablar sino del aspecto físico de las artes marciales, juzgando su eficacia en términos de combate.

El Budō, en todo el sentido de la palabra, es una búsqueda de perfección, y la eficacia, tal como es generalmente concebida, no es sino una de sus consecuencias. Como el Yoga, por otra parte, el Budō prevé diferentes caminos que el discípulo escoge según su temperamento y, que de igual manera, le permite elevarse a las más altas esferas de perfección. Es seguro que en sus orígenes, las artes marciales han sido destinadas a fines estratégicos.

Pero esto sería olvidar completamente la parte esencial, eliminando la aportación de los grandes maestros que supieron darle un empuje inimitable y rico en posibilidades.

Si bien el término budō significa La vía del guerrero, Budō significa también literalmente la paz del Ser y alrededor del Ser, pero esto se ignora casi siempre. Cualquiera que sea el estilo o las opiniones personales de un profesor de artes marciales, cada uno de ellos pone la eficacia en primer término, aunque esta eficacia no sea siempre visible a los ojos del neófito.

En numerosos dojos, tanto en Europa como en Japón, se hace patente que una vez pasada la adquisición de las técnicas de base, los profesores repiten incansablemente esta frase: ¡Sentir, es preciso sentir el ataque! Esta consigna se convierte en un motivo de su existencia, y esto es justo: la percepción, ver la anticipación del ataque del adversario, es la mas grande cualidad de las artes marciales. Y si lo enuncio así puede sorprender, pero recordemos a los samurai, quienes tenían buenas razones para batirse y saber hacerlo. Seria difícil abusar de consideraciones pseudos-místicas, porque todos ellos ponían el acento siempre sobre la eficacia.

Por otro lado, la parte fundamental del entrenamiento iba dirigido generalmente hacia el desarrollo de las cualidades intuitivas. Pero ¿qué significa eficacia? ¿Ganar? Sí, pero no cualquier manera. Para la mayor parte de los practicantes, la eficacia reside en la rapidez de ejecución, y en otros casos, el estar atento al comportamiento de su adversario. Se le observa atentamente, pensando en todo lo eventual.

Esta disposición del espíritu corresponde al primer estado de desarrollo de las facultades mentales que exige el Budō. Se le llama gono-sen. Pero ella, en síntesis, no es más que el acto de unión de nuestros cinco sentidos y, por otra parte, el tiempo de reacción es siempre largo.

Examinemos las diferentes fases de esta actitud para sentir su lentitud: pensamos febrilmente el nombre de la técnica decontra más apropiada y nos disponemos después a hacerla. ¡Esto resulta, en efecto, una perdida de tiempo! Todos estos gestos vienen de la conciencia y es necesario entonces esperar que el cerebro ordene el comportamiento adecuado. Así, por poco que tengamos fatigados los nervios, veremos entonces desaparecer toda oportunidad de vencer.


En competición esto no tiene nada de dramático, pero si en la realidad. Si además el adversario es un combatiente rápido las posibilidades de esquivar son casi reducidas a cero, ya que se trata de esquivar y no de blocaje. El blocaje sirve a las personas que no saben irse antes del ataque y que no sienten nada. Es una solución de desesperados. Por otra parte, el blocaje es siempre doloroso, igualmente para el que lo ejecuta, y el espíritu mismo del Budō proscribe su empleo:

no se opone jamás de frente a una fuerza antagonista, sino que se le rodea.

En un segundo estado, que equivale a un progreso cierto en el combate libre (Ju-Kumité), el practicante no espera el ataque de su adversario para contraatacar. Desde que él lo siente partir, su defensa se mueve. Es éste el nivel esperado después de algunos años de entrenamiento asiduo. Este nivel es el de la mayor parte de los competidores de élite. El tiempo entre el ataque y la defensa se ve considerablemente reducido pero la verdadera eficacia va más allá del tiempo de reacción, ya que este tiempo debe ser suprimido porque en este estado, los cinco sentidos participan todavía en la defensa.

Lo que nosotros llamaríamos el tercer estado, equivale al grado de percepción de numerosos expertos, a los que se les suele llamar maestros, siendo estos últimos muy escasos. En este nivel se es capaz de anticipar al ataque del adversario, antes mismo de que se haya visto en él la mayor intención. Esta percepción hiperagudizada del combate procede de la telepatía. Es quizás el origen de la reputación del karate, según la cual éste sería un arte de ataque.

Los observadores que han dado esta versión han sido victimas de esos grandes expertos. Viendo a éstos golpear muy rápido y antes que su adversario, creían que eran ellos quienes tomaban la iniciativa en el ataque. La realidad es evidentemente otra, estos expertos no hacían otra cosa que defenderse.


Pero he aquí una pregunta que puede hacerse el lector: ¿Cómo pueden adivinar lo que ocurre en la cabeza de su adversario, sin recurrir a los cinco sentidos?.

Es éste evidentemente el todo de la cuestión, y es precisamente esta pregunta la que aparece cuando se habla de Budō. Pero, antes de continuar, es preciso tomar ciertas precauciones. Nuestros propósitos pueden ser fácilmente deformados, asimilados a elucubraciones ocultistas; para los partidarios de la eficacia física pura, si los descubrimientos científicos recientes no vinieran a confirmarlo definitivamente.

El hombre irradia alrededor de él, como toda cosa viviente, un campo electro-magnético. El cerebro produce ondas de frecuencias diferentes que corresponden algunas veces a representaciones de acciones.

Todo lo que se hace en el cuerpo, pasa por esta especie de codificación inconsciente. Nuestros cinco sentidos nos dan la percepción de las cosas físicas, cuyas frecuencias vibratorias son muy bajas. El oído humano no recibe los ultrasonidos, y la vista precisa de un sistema ocular complejo para registrar la luz y transmitirla al cerebro en forma de información. De la misma manera y teniendo en cuenta todas las consideraciones, las imágenes mentales del atacante son transmitidas al campo magnetico del adversario, que puede percibirlas entonces.

Es esta cualidad, aparentemente sobrehumana, la que hace de los maestros grandes combatientes. Ellos poseen, por alguna causa, un sexto sentido.

En estos combatientes, las cuestiones de rapidez en la ejecución son naturalmente trascendidas, carecen de importancia ya que el ataque es percibido antes mismo de que sea anunciado. Esto es lo que los grandes maestros enseñan en sus dojos bajo el nombre de arte de no obrar.

¿Cómo llegar a tal sensibilidad? Es una verdad muy simple. Hay que liberar el espíritu de todo pensamiento extraño a la situación, de todo afecto, y quedarse como la superficie de un lago (Mizu-No-Kokoro). La gran calma que registra el menor movimiento. Técnicamente hablando, esto seria un bloqueo voluntario de ondas mentales. La practica cotidiana de la meditación Zen conjugada con el control de la respiración, permite acceder a tal estado.

Un maestro me contó la historia siguiente: Dos jóvenes hermanos campesinos que habitaban una pequeña villa sitiada por numerosos bandidos, se encontraron con que casi toda la población había sido masacrada. Los bandidos tendieron una emboscada a los sobrevivientes. Uno de los hermanos se precipito en socorro de sus parientes. Después de un combate en el que dio muerte a más de un enemigo, sucumbió; la diferencia de fuerzas era demasiado desproporcionada.

El hermano menor, retenido más lejos por sus trabajos del campo, tuvo el presentimiento de que una gran desgracia acababa de ocurrir, y que el deber le dictaba ir a asistir a sus compañeros. Se dirigió hacia el pueblo, llegado a la gran puerta de la villa, se detuvo bruscamente. La intuición de un suceso funesto le había llegado al espíritu. Sin presentir la amenaza, él supo que no debía entrar en el pueblo y se echo a correr, ocultándose en una cueva. Sin saberlo, había evitado la emboscada de los bandidos.

Entonces, el maestro hizo la pregunta siguiente: “¿Cuál de los dos hermanos ha demostrado mayor eficacia?”


Autores del presente escrito:
Michel Coquet & Carmelo Ríos

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